Esa mañana, mientras avanzaba cauteloso por el umbrío jardín, portando la red en su mano, distinguió sobre una rama un ejemplar desconocido. Llevaba cazando abanicos desde no recordaba cuánto, sin atreverse nunca a llamar jaula a la vitrina de cristal donde los encerraba. Allí convivían aquellas gráciles aleaciones de aire y ave, componiendo una amplia colección en la que podía leerse entre líneas la historia del mundo. El ejemplar más viejo era de plumas de avestruz y hojas de loto, y lo había encontrado revoloteando en la penumbra húmeda de la tumba de Tutankamón, durante los primeros balbuceos de la evolución. Atesoraba también un delicado espécimen oriental, en cuyas alas de seda china hormigueaba la caligrafía de la princesa Kan-si, y otro repujado con un sol y una luna de oro, que había robado de la estancia de Hernán Cortés con la complicidad de Moctezuma. Y le gustaba el contraste que producían la criatura de varillas de madreperla y marfil, con el que una dama de la corte se había señalado el corazón para confesarle sin palabras a su pretendiente que ya era suya, y aquella otra más moderna que sólo anunciaba una empresa de telefonía móvil.

Pero ninguno de ellos se parecía al delicado ejemplar sobre el que ahora cernía su red. Le bastó una mirada para comprender que aquella presencia liviana había sido pintada por una mano tropical curtida por años de sol y colores. Como guiado por los orishas que acataban su curvo contorno, su creador había ahuecado sabiamente sus alas con un calado que le robaba el peso, logrando que su comunión con el aire fuese perfecta. Olía a miel y espuma marina, y eso le llevó a imaginarlo cruzando océanos y países remotos, convertido en el enviado de una noble estirpe de abanicos bendecidos por ese arte jubiloso de ultramar, donde los pinceles bailan siguiendo el contagioso compás de las leyendas.

Con cuidado, casi con reverencia, atrapó en su red aquella impecable fusión de tradición y modernidad, pero al disponerse a encerrarlo en su vitrina, sintió entre los dedos una sed de aire que le hizo comprender que aquel abanico no había sido hecho para ser confinado. Abrió la mano y, sin saber si podría sobrevivir a la puñalada de su ausencia, lo ofreció al soplo de brisa que, como la respiración del universo, entró en ese instante por la ventana.



Félix J. Palma