Sería hermoso
pensar, con ese ánimo netamente caribeño de atribuirse todo
invento, que el abanico tuvo su origen en Cuba. Que un avispado ingeniero,
atendiendo al despliegue colorista de las aves y al movimiento siseante
de las palmeras batidas por el viento, ensayó desquiciados prototipos
antes de entregar a la Humanidad un instrumento sencillamente perfecto:
un alivio para los rigores del trópico, con la justa carga simbólica
y la necesaria cuota de coquetería inherentes a ese mágico
rincón del planeta.
Yo no sé si el inventor del abanico fue cubano. De lo que no me
cabe duda es que un matancero cabal, Tony Carbonell, se empeña
cada día en reinventar ese airefacto con el oficio y la brillantez
que siempre han empapado su obra. Acomodando su pincel al caprichoso oleaje
del abanico, cada una de sus piezas abre una ventana fabulosa que atrapa
los sentidos y eleva a la categoría de arte un inocente mecanismo
de bastidores y tela. Ahora, Carbonell se propone llegar aún más lejos y revisa los grandes mitos del teatro con ojos cubanos y pulso guarachero. En sus trabajos, Bernarda Alba podría vivir presa de la tradición en una aldea guajira, la Carmen sería una guaposa que rompe corazones en La Rampa habanera, Romeo y Julieta se prestarían a la inmemorial costumbre caribeña de suicidarse y las dos orillas de Cuba serían acaso montescos y capuletos condenados a entenderse. Que Oyá Yansá, dueña de los vientos, preste aires
benéficos a estos (h)abanicos nacidos del amor al arte y la tierra.
Y que ustedes sepan disfrutarlos. Aché. |